

El encuentro aquella tarde con el quijotesco personaje fue impactante e imborrable de mi memoria, su nombre era Alonso Quijano, de mirada larga, porte altivo, seco de carnes, a quien cariñosamente sus amigos y cofrades apodaban, EL Flaco, de volátiles bigotes y blanca barba con una alegre e impecable figura y semblante caballeresco, bajando de un camión de reparto me hizo recordar una famosa novela que leí en mis tiempos mozos, en un lugar con manchas aledaño al reboso de un pueblo de Toledo, muy cerca de la panadería Dulcinea, donde su dueño, el alegre Sancho y su ayudante rocinante, me hacían cortos los días mientras esperaba por los manjares dulces y cremosos de ese lugar de ensueño, el magnetismo del repartidor era impactante, este flaco personaje frisaba los cincuenta años de edad, era enjuto de rostro y de nariz aguileña, tenía una ruta de reparto muy pintoresca y bastante peculiar, todos los días cerca de la media tarde dirigía sus baterías al pueblo de Molinos, y cuando llegaba a este simpático lugar, entregaba todos los manjares en el supermercado chino, El Dragón Verde, lo extraño de este misterioso caballero era que para retornar a su sitio de trabajo no lo hacía en el camión como sería lo normal, se negaba hacerlo, la única manera de que lo hiciera era calzando unas vetustas botas negras con espuelas, yelmo, escudo y una dorada lanza, entonces con agiles movimientos cabalgaba en una moto japonesa, y mordía el polvo en esa potente bestia de alta cilindrada y de plateados colores, para perderse en la oscura noche de una eternidad cubierta de estrellas…



