Soy de esa generación majestuosa que se crio con cuentos como el que no se debe comer carne ni bañarse los viernes en Semana Santa, que no hay que bañarse después de comer, que después de hacer cositas no se debe colocar los pies desnudos en el suelo, que si miras mal a un niño fastidioso le puedes crear mal de ojo, de que no se puede comer lechosa, patilla estando con gripe, que el novio estando en su fiesta matrimonial no se puede echar palos, que no se le pueden decir cosas bonitas a las viejas porque se alborotan; no, me equivoqué, eso no.

Además de ese pocotón de cosas mencionadas arriba, estaba que no podías abrir la nevera si venías de trotar o hacer ejercicios porque la boca se te torcía, que los domingos no se trabaja porque es solo para descansar y rendir culto a tu dios, que las mujeres no se podían peinar cuando la noche estaba avanzada y que la carne de prima no se come.

Conchale vale, con ese ramillete de cosas o restricciones uno no iba a poder tener vida. Pasó el tiempo y este catire fue creciendo. En la medida que cumplía años, me convertía en un aventurero tenaz. Fue así como iba descubriendo que tan cierto era aquello que me decían de niño.

La general también hizo lo suyo. La general era mamá. Como mamá trabajaba al igual que papá, muchas veces nos quedábamos con tías, primas mayores y con chicas contratadas para las labores del hogar. Ese conjunto de personas eran ricas en cuentos. Entonces mamá nos decía siempre que cuando nos echaran un cuento, lo compartiéramos con ella. Era una forma de cuidarnos de las mentiras o malas influencias.

Recuerdo a una chica llamada Imelda. Ella era una de las contratadas por mama. Un viernes mis padres llegaron después de la seis de la tarde y para Imelda le era difícil trasladarse a su casa. Papá y mamá se ofrecieron a llevarla y todo nos metimos en el carro. Cuando llegamos a la casa de la chica, ella muy amablemente nos presentó a su familia.

Entre ellos estaba una hermana menor que tenía un ojo blanco. O sea, su pupila era blanca. Eso nos impresionó porque nos recordaba a las películas de terror. Bueno, el cuento que nos echó Imelda fue que la hermana un día llorando por rebeldía perdió la pupila. Se le fue con las lágrimas. Dios, eso fue más asombroso para nosotros. Era como para no volver a llorar más nunca. Después nos enteramos de que eso fue lo que le dijo la mamá, quién sabe por cuál razón.

Con todos esos cuentos, mitos o realidad, mi imaginación se enriqueció y hoy en día echo el cuento parejo. Es más, dicen que cuando los Andrade se reúnen, es un festival de cuentos.

A un desequilibrado como yo no le funcionan mucho las estrategias. Pero puedo decir que para mí la paz interior es importante. Tengo una coraza que no me permite perturbarme con nada o casi nada. Claro, no soy Ironman. Estando en paz, puedo aceptar con amor las opiniones de los demás. Porque alguien no esté de acuerdo conmigo, no amerita que sea un verdugo con esa persona. Con mi paz, respeto a los demás y me hago respetar, y al estar en paz vibro en una atmosfera de amor.

De los cuentos de arriba, les digo que todos los investigué. El único que me quedó y que no lo mencioné es uno que decía mamá: “si te empeñas en algo y ese algo no funciona o no se da, déjalo pasar, suéltalo. No te traerá beneficio y te agotará la paz”. Lo practico siempre.

Todavía no sé que pasa si uno come carne de prima.