
A river of people shouting: freedom, freedom

Protests overflowed the country. Thousands of people went out to protest every day. The students, all young people, were at the head of the massive marches. They, with their impetuousness and rebelliousness, led with flowers, cardboard shields, violins and slogans. We teachers accompanied them in admiration for the gallantry they showed and how big they grew in the face of the adversary. Among the protesting students was my nephew: my oldest nephew.
Aunt, when I grow up, I want to be like you: to travel, to teach, to meet people," my nephew had told me once when we had gone to the beach. He was my little companion at the movies, on some trips, to go shopping. I just laughed, but I never forgot those words.
At every protest I would meet Julio, my nephew. Sometimes he joined my group of comrades, other times it was me who joined his friends. That day we saw each other as we left the house:
_God bless you, son," I said and gave him a kiss. In Venezuela we are used to blessing our small relatives. He was wearing a tricolor flannel, blue jeans and a backpack. In it he was probably carrying vinegar, a flag, a banner and maybe water. I asked him if he was carrying his phone and he said yes. We hugged and headed out for another day of protest.
That day there were many people in the streets of the city. With pots and pans, whistles, flags and hope, people walked in the middle of the sun. The government, in other cities, had already made a mess. That's why people were telling us to take care of our young people because it seemed that they were the target of the regime's guards. I looked for my nephew among so many people, but I didn't see him. I felt a strange sensation in my body, a shiver as if I were cold, but I kept on marching.

_Answer, Julio, answer -I was saying as if I had been praying. Suddenly there was a hail of gunshots: screams, smoke and people running everywhere. A group of us went into a church. Someone standing next to me asked me:
_Does your nephew have a brown backpack?
_Yes," I said quickly, although I couldn't remember the color of the backpack.
_I think the guards grabbed him and put him in the patrol car.
I felt short of breath, but I ran off without knowing where to go. The city was a battlefield: broken bottles, debris everywhere, burning tires on the road. The country was falling apart and life with it.

In a moment of calm, we ran and got into an unknown person's house. There I heard that my nephew and his fellow students were on a list. That the order was to arrest them, to present them to a military tribunal to be tried. My nephew looked at me and asked:
_Are we really more than them, Aunt?
_No, son. They are many," I said, looking him in the eyes.
:
After that, I don't know how we got out of that house and in that week my whole family looked for the money for my nephew to leave the country: the enemy was on his tracks.
With time, I have thought many times about what I told him. But how to tell him at that moment, when his life was at stake, that we were more, much, much more: that we were a river of people fighting for freedom.


The images that are not free, are from my personal gallery. The text was translated with Deepl


Thank you for reading and commenting. Until next time, friends
![Click here to read in spanish]
Un río de gente gritando: libertad, libertad
Ese día yo no se lo dije. ¿Cómo? si los guardías y motorizados arremetieron contra nosotros y nosotros tuvimos que correr duro y escondernos, asustados, en la casa de unos desconocidos. ¿Cómo decirle? si en ese momento lo más importante era nuestra vida, especialmente la vida de él: mi sobrino.
Las protestas desbordaban el país. Miles de personas salían a protestar diariamente. Los estudiantes, todos jóvenes, iban a la cabeza de las marchas multitudinarias. Ellos, con su impentuosidad y rebeldía, hacían frente con flores, escudos de cartón, violines y consignas. Los profesores los acompañábamos admirados por la gallardía que demostraban y lo grande que se crecían ante al adversario. Entre los estudiantes que protestaban estaba mi sobrino: mi sobrino mayor.
Tía, cuando yo sea grande, quiero ser como tú: viajar, dar clases, conocer gente -me había dicho mi sobrino una vez que habíamos ido junto a la playa. Él era mi compañerito de cine, de algunos viajes, para ir de compras. Yo lo que hice fue reírme, pero esas palabras nunca se me olvidaron.
En cada protesta me encontraba a Julio, mi sobrino. A veces él se unía a mi grupo de compañeros, otras veces era yo la que se unía a sus amigos. Aquel día nos vimos cuando salimos de casa:
Dios te bendiga, hijo -le dije y le di un beso. En Venezuela acostumbramos a bendecir a nuestros familiares pequeños. Él llevaba una franela tricolor, un blue jeans y una mochila. En ella seguramente llevaba vinagre, alguna bandera, una pancarta y tal vez agua. Le pregunté si llevaba el teléfono y me dijo que sí. Nos abrazamos y nos enrumbamos a otro día de protesta.
Ese día hubo mucha gente en las calles de la ciudad. Con cacerolas, pitos, banderas y con esperanza, la gente caminaba en mitad del sol. Ya el gobierno, en otras ciudades, había hecho desastre. Por eso la gente decía que cuídaramos a nuestros jóvenes porque al parecer eran el blanco de los guardias del régimen. Yo busqué a mi sobrino entre tanta gente, pero no lo vi. Sentí una sensación extraña en el cuerpo, un estremecimiento como si tuviera frío, pero seguí marchando.
No sé en qué momento empezó el caos. Quizá fue cuando unos motoristas que se hacían llamar CAMARADAS empezaron a disparar al aire o cuando los guardias empezaron a lanzar bombas lacrimógenas. La gente empezó a refugiarse detrás de los muros, detrás de los árboles, en las casas con la boca y la nariz tapadas por el humo. Saqué el móvil y empecé a llamar a mi sobrino, pero el teléfono sonaba y nadie contestaba. Me entró un sudor frío y me sentí mareada. Corrí con el teléfono pegado a la oreja:
Contesta, Julio, contesta -decía como si hubiera estado rezando. De repente hubo una lluvia de disparos: gritos, humo y gente corriendo por todas partes. Un grupo de nosotros entró en una iglesia. Alguien que estaba a mi lado me preguntó:
¿Tiene tu sobrino una mochila marrón?
Sí -respondí rápidamente, aunque no recordaba el color de la mochila.
Creo que los guardias lo cogieron y lo metieron en el coche patrulla.
Me faltaba el aire, pero salí corriendo sin saber adónde ir. La ciudad era un campo de batalla: botellas rotas, escombros por todas partes, neumáticos ardiendo en la carretera. El país se desmoronaba y la vida con él.
Yo corría y corría preguntando por mi sobrino. De repente, entre un grupo de jóvenes, lo vi: nunca en vida había sentido un alivio tan grande. Lo alcancé y me uní a él. Le dije que nos fuéramos. Él me dijo que no. Por primera vez mi sobrino no me obedecía y me di cuenta que estaba hecho todo un hombre. No tenía más solución: Si él no se iba conmigo, yo tendría que quedarme con él. Y así hice: me quedé.
En un momento de calma, corrimos y nos metimos en una casa de alguien desconocido. Ahí escuché que mi sobrino y sus compañeros de estudios estaban en una lista. Que la orden era apresarlos, para presentarlos a un tribunar militar y ser juzgados. Mi sobrino me miró y me preguntó:
¿Verdad que nosotros somos más que ellos, tía?
No, hijo. Ellos son muchos -le dije mirándolo a los ojos.
Después de eso, no sé cómo salimos de aquella casa y en esa semana toda mi familia buscó el dinero para que mi sobrino saliera del país: el enemigo estaba detrás de sus huellas.
Con el tiempo, he pensado muchas veces lo que le dije. Pero cómo decirle en ese instante, en el que estaba en juego su vida, que nosostros éramos más, muchísimo más: que nosotros éramos un río de gente luchando por la libertad.
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Un río de gente gritando: libertad, libertadEse día yo no se lo dije. ¿Cómo? si los guardías y motorizados arremetieron contra nosotros y nosotros tuvimos que correr duro y escondernos, asustados, en la casa de unos desconocidos. ¿Cómo decirle? si en ese momento lo más importante era nuestra vida, especialmente la vida de él: mi sobrino.
Las protestas desbordaban el país. Miles de personas salían a protestar diariamente. Los estudiantes, todos jóvenes, iban a la cabeza de las marchas multitudinarias. Ellos, con su impentuosidad y rebeldía, hacían frente con flores, escudos de cartón, violines y consignas. Los profesores los acompañábamos admirados por la gallardía que demostraban y lo grande que se crecían ante al adversario. Entre los estudiantes que protestaban estaba mi sobrino: mi sobrino mayor.
Tía, cuando yo sea grande, quiero ser como tú: viajar, dar clases, conocer gente -me había dicho mi sobrino una vez que habíamos ido junto a la playa. Él era mi compañerito de cine, de algunos viajes, para ir de compras. Yo lo que hice fue reírme, pero esas palabras nunca se me olvidaron.
En cada protesta me encontraba a Julio, mi sobrino. A veces él se unía a mi grupo de compañeros, otras veces era yo la que se unía a sus amigos. Aquel día nos vimos cuando salimos de casa:
Dios te bendiga, hijo -le dije y le di un beso. En Venezuela acostumbramos a bendecir a nuestros familiares pequeños. Él llevaba una franela tricolor, un blue jeans y una mochila. En ella seguramente llevaba vinagre, alguna bandera, una pancarta y tal vez agua. Le pregunté si llevaba el teléfono y me dijo que sí. Nos abrazamos y nos enrumbamos a otro día de protesta.
Ese día hubo mucha gente en las calles de la ciudad. Con cacerolas, pitos, banderas y con esperanza, la gente caminaba en mitad del sol. Ya el gobierno, en otras ciudades, había hecho desastre. Por eso la gente decía que cuídaramos a nuestros jóvenes porque al parecer eran el blanco de los guardias del régimen. Yo busqué a mi sobrino entre tanta gente, pero no lo vi. Sentí una sensación extraña en el cuerpo, un estremecimiento como si tuviera frío, pero seguí marchando.
No sé en qué momento empezó el caos. Quizá fue cuando unos motoristas que se hacían llamar CAMARADAS empezaron a disparar al aire o cuando los guardias empezaron a lanzar bombas lacrimógenas. La gente empezó a refugiarse detrás de los muros, detrás de los árboles, en las casas con la boca y la nariz tapadas por el humo. Saqué el móvil y empecé a llamar a mi sobrino, pero el teléfono sonaba y nadie contestaba. Me entró un sudor frío y me sentí mareada. Corrí con el teléfono pegado a la oreja:
Contesta, Julio, contesta -decía como si hubiera estado rezando. De repente hubo una lluvia de disparos: gritos, humo y gente corriendo por todas partes. Un grupo de nosotros entró en una iglesia. Alguien que estaba a mi lado me preguntó:
¿Tiene tu sobrino una mochila marrón?
Sí -respondí rápidamente, aunque no recordaba el color de la mochila.
Creo que los guardias lo cogieron y lo metieron en el coche patrulla.Me faltaba el aire, pero salí corriendo sin saber adónde ir. La ciudad era un campo de batalla: botellas rotas, escombros por todas partes, neumáticos ardiendo en la carretera. El país se desmoronaba y la vida con él.
Yo corría y corría preguntando por mi sobrino. De repente, entre un grupo de jóvenes, lo vi: nunca en vida había sentido un alivio tan grande. Lo alcancé y me uní a él. Le dije que nos fuéramos. Él me dijo que no. Por primera vez mi sobrino no me obedecía y me di cuenta que estaba hecho todo un hombre. No tenía más solución: Si él no se iba conmigo, yo tendría que quedarme con él. Y así hice: me quedé.
En un momento de calma, corrimos y nos metimos en una casa de alguien desconocido. Ahí escuché que mi sobrino y sus compañeros de estudios estaban en una lista. Que la orden era apresarlos, para presentarlos a un tribunar militar y ser juzgados. Mi sobrino me miró y me preguntó:
¿Verdad que nosotros somos más que ellos, tía?
No, hijo. Ellos son muchos -le dije mirándolo a los ojos.Después de eso, no sé cómo salimos de aquella casa y en esa semana toda mi familia buscó el dinero para que mi sobrino saliera del país: el enemigo estaba detrás de sus huellas.
Con el tiempo, he pensado muchas veces lo que le dije. Pero cómo decirle en ese instante, en el que estaba en juego su vida, que nosostros éramos más, muchísimo más: que nosotros éramos un río de gente luchando por la libertad.