Árnica


Miércoles cinco de octubre, era una noche fría y oscura como cualquier otra. De repente todo cambió.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! —logra escuchar un hombre. Eran los gritos de un niño atemorizado.

Algo estaba pasando en el pueblo Árnica. Un sitio pequeño donde habitan pocas familias y la mayoría sin hijos. Era muy extraño escuchar esos gritos tan pero tan fuertes. El hombre no dudó en salir de su casa.

Los gritos se volvieron cada vez más enérgicos cuando se iba acercando hasta aquel niño que, de lejos, se podía notar que estaba moribundo. Corrió hacia él y justo en ese preciso momento, empezó a sentir cómo el cuerpo se le hacía cada vez más y más pesado. El niño, dejando de llorar, se voltea hacia el con una mirada que no olvidará jamás. Unos ojos sin pupila y con la esclerótica más oscura que la misma noche. El hombre temblaba de pánico, ahora era él quien pedía ruidosamente: ¡Ayuda! ¡Ayuda!

¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué mi cuerpo no se mueve? El hombre no dejaba de vociferar esas y otras preguntas. El niño se le acerca al oído y con una grave voz susurra:

—¿Ya no te acuerdas de mí? ¿Quieres jugar conmigo? ¡¿O quieres volver a encerrarme en el baúl del sótano?!
—Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre… —rezaba el hombre.
—Aquí no hay Dios que te salve —se burlaba el niño.

El hombre, con toda la fuerza que pudo reunir, intentó levantarse pero no logró mover ni un dedo de la mano. Gritos de niños lo atormentan, gritos que exclaman: ¡Ayuda! ¡Ayuda!

¡No puedo! gritaba el hombre entre todo su dolor y desesperación. ¨Esto es un sueño¨ decía mientras él niño hacía su presentación:

—Soy Samuel, el mismo niño que secuestraste del colegio. —dijo—. ¿Por qué me mataste? ¿Por qué?
—Tú estás muerto, niño, déjame en paz —responde el hombre, temblando como nunca en su vida.
—Eso era lo que queríamos todos nosotros, ¡Que nos dejaras en paz!
—Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…
—¡Callate! ¡Callate! ¡Callate! No tienes el perdón de Dios ni el de nosotros. Nos violaste, nos maltrataste, nos robaste nuestra niñez.

El cuerpo del hombre se libera y corre hasta su casa. Entra en ella y cierra la puerta principal con desmedida fuerza. Lo primero que busca es su arma para defenderse, pero un silencio absoluto permanece en la casa. Los pasos eran ligeros, pero por cada uno de ellos se escuchaba un chirriar del piso viejo de madera.

—¡Samuel! —gritaba el hombre—. ¡Sal, maldito niño de mierda! Vamos a ver qué haces ahora que tengo mi arma. ¡Sal!

Subió hacia las alcobas. Solo una puerta estaba abierta. Caminó directamente a esa habitación. Calladamente se asomó. Y con gran asombro ve la espalda de un hombre ahorcado. Aún temblando, trató de darle vuelta al hombre que se encontraba muerto. Lo hizo. Se quedó blanco, frio, y con una ligera tartamudez. Era él quien se encontraba colgando, ¡Muerto!

Corrió al baño, se lavó la cara, la misma que a la vez se estaba desvaneciendo. Salió del baño más despavorido, tropezando con todo.

—¡Fui yo! ¡Fui yo! ¡Yo los maté! ¡Yaaaaa! —gritó—. ¡Basta Samuel! ¡Basta Roberto! ¡Déjame vivir, Adrián! ¡Fui yo! ¡Fui yo! ¡Yo los maté! ¡Yaaaaa!

El hombre mencionaba los nombres de los niños que había matado por el gusto a la carne humana, en especial la de niños.

Seguía gritando todo perturbado: ¡Fui yo! ¡Fui yo! ¡Yo los maté! ¡Yaaaaa! Y así pasaron meses, años, décadas. Ahora es él quien vaga por las calles de Árnica y de vez en cuando se le puede escuchar gritando: ¡Fui yo! ¡Fui yo! ¡Yo los maté! ¡Yaaaaa!



Fuentes de imagenes:
Imagen principal Fuente
Imagen secundaria: Fuente

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Me despido, mi querida familia steemiana.
❤LOS QUIERO❤



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