
En el último chirrido del tren, el reloj de la estación pasa a señalar las 3:14 am. Salto al andén como lo hago siempre; con la mochila grande amarrada a mi espalda y la pequeña aferrada al brazo. Un tablero me informa mi hora de partida: 4:13 am.

Pero no se trata de esperar cómodamente que la hora se cumpla. Me encuentro en una ciudad que según me han informado cuenta con un único atractivo, pero de fama mundial y que por lo tanto no puedo permitirme obviar. De todas maneras, ir y volver a tiempo para tomar mi tren es sencillo: solo tengo que salir de 3, cruzar 1 y al llegar a 4 pegar un salto de manera que mi cuerpo haga un giro de 180 grados; así después alcanzará con desandar lo andado para que tiempo y espacio confluyan en mi favor. Con esta tranquilizadora evidencia comienzo la marcha sin más preámbulos.
El problema es que 1 se alarga haciéndome pasar primero por las miradas muertas de Garibaldi y de Niccola Pisano, después por un puente, el único visible, poco más tarde por una plaza que habrá sido centro de reunión de notables y de no tan notables, y finalmente termino por desorientarme.
Tardo en darme cuenta de la razón de mi extravío: sucede que me hallo ya en la cabeza de 1, por lo tanto solo me resta bajar por su nariz. Así lo hago y allí, finalmente, aparece el objeto de mi excursión.

Ante todo imito su reverencia (un gigante arcaico como aquel ha de valorar los buenos modales), acto seguido le saco una foto. Pero esto al parecer despierta su ira. Al flash de mi cámara, responde con otro mucho más potente que ilumina por un instante todo el cielo. Lo que hace un rato juzgué reverencia, ahora es la inclinación del gigante que busca a su pequeña presa..., cuidando, eso sí, no desmoronarse.
La mochila que cargo en mi espalda pesa como una armadura. La comparación me da ánimo. Tengo una armadura, también un escudo aferrado al brazo y... ¿espada? Sí, tengo. Desenvaino y hago una descarga sobre mi enemigo que no hace más que humedecer sus pies.
La cosa que ya se presentaba desproporcionada a juzgar por la diferencia de tamaños, se torna más despareja aún cuando otros dos que hasta entonces se habían mantenido al margen, me dan a entender con impertérrito quietismo que están del lado del gigante. Entonces doy la vuelta y apuro el tranco.
La ciudad entera se vuelve como una bruma sobre mí. Al pasar por la plaza de los notables alcanzo a escuchar voces espectrales que deliberan sobre mi suerte; vislumbro a la distancia la intención del puente de retirarse a fin de dejarme entrampado en las aguas, lo cruzo a trancazos; por fin voy ganando la salida ante las miradas serias de indignación que me lanzan Garibaldi y Pisano.
Cuando empiezan a caer las flechas plateadas, ya estoy a salvo en el tren. Los aullidos tronadores del gigante perturbado llegan todavía a mis oídos mientras el tren se aleja y el sueño me vence.
