Preámbulo
Este texto no es más que la opinión sobre una vivencia personal, no debe ser leída como una sentencia inflexible, más bien, parte de un deseo o necesidad de hablar de lo cotidiano con cierto distanciamiento.
En el Metro de Caracas, no es difícil encontrar personajes que pueden retener nuestra atención por unos cuantos segundos, esto puede deberse a que dan algún discurso divertido -no por su contenido, sino por la cadencia con la que hable la persona-, tener una apariencia llamativa, hacer algo que nos resulte extraño, etc. Sin embargo, en su mayoría ninguna de estas personas termina siendo lo suficientemente relevante en nuestras vidas como para que la memoria pueda reconstruir con totalidad el instante en el que aparecieron, solo quedan pequeños recuerdos.
Vivimos constantemente armando rompecabezas incompletos, cuya imagen total jamás lograremos descubrir, con base en estas piezas incompletas uno se sumerge en una suerte de juego guiado por la imaginación.
Me bajo del vagón en la estación que me toca, subo la escalera mecánica como si se tratara de una normal, porque está dañada. La salida de la izquierda está cerrada por un presunto mantenimiento -mi rutina se vio alterada-, las personas que estaban a mi alrededor y yo nos vemos forzados a tomar la salida de la derecha. Frente a las escaleras que conectan con la calle tengo tres caminos para escoger: la escalera normal y las dos escaleras mecánicas dañadas; opto por las del medio, la normal. Ya por el tercer escalón miro y escucho una conversación que me interesa, acorto la distancia que hay entre los personajes llamativos y yo: un niño de primaria sube las escaleras a un paso lento porque se siente muy cansado, a su lado, el padre sujeta su mano con firmeza y le exige que aumente la velocidad y no pare de caminar; el niño prácticamente imploraba -sin llanto- por una piedad que su padre, aparentemente avergonzado por las quejas del muchacho, no le iba a conceder. La discusión continuó hasta que el representante se obstinó y deja de responderle al jovencito, para luego él aumentar la velocidad de su paso dejando a un niño gritando <<¡Papá, Papá!>> sin recibir respuesta alguna. Yo no tenía ninguna reacción para esto, quería seguir observando la escena con mis sentidos más agudos que antes .
Esperé a que el niño terminara de subir las escaleras, no me importaba nadie más sino la resolución de este conflicto. Creía que su padre lo estaría esperando en la salida de la estación, pero me había equivocado…no había nadie. El niño siguió una ruta de manera natural, sabía a donde se dirigía -hacia el lado contrario al que yo tenía que ir-, no pude evitar seguirlo un poco hasta que vi a su padre, el niño también lo había visto. El llamado a su padre volvió a sonar a todo pulmón, pero todavía no había respuesta, cuando el niño se resignó siguió caminando a su ritmo, yo me quedé parado viendo a los dos personajes yéndose separados hacia un mismo destino.
Mientras regresaba caminando a mi casa no podía sacarme de la cabeza esta imagen del niño desamparado ¿Era este su ritual de iniciación en un mundo hostil al que -aparentemente- no le interesaría su opinión ni su sentir? ¿El padre finalmente entregó el testigo -como si de una carrera de relevo se tratase- de la indiferencia, siendo este primero el que ignoró la opinión de su hijo y posteriormente el hijo es quien ignora la actitud de su padre? Vaya herencia. No puedo sino sentir pena por todos los niños que al sol de hoy siguen entrando en la espiral mágica en la que repetirán el comportamiento que sus padres les inculcaron no por medio de la enseñanza consciente, sino del maltrato sin intención.
No se habla de la intención de causar un efecto específico, sino de la consciencia de los actos que se cometen, en este caso, por tradición.
Niña en escaleras(2017). Parte de la serie fotográfica Cuando el rostro importa. ©Silvio Loreto