Abuelita, son personas recién llegadas de Panaquire, un poblado barloventeño que se innundó con la última vaguada de por esos lados. Viviendo aquí en tu querido terruño: “Marigüitar preciosa bahía, donde el señor sembró sus palmeras"

He pasado todo el día en el porche de la casa vieja, esperando algún santiguo para trabajar, y jugueteando con mis sobrinos y mi pequeño nietecito Antonio. Recordándote, meciéndome en tu mecedora y hablando tonterías con la gente que pasaba a saludarme .
La muchacha tenía siete meses de embarazo y solo pesaba cuarenta kilos. No toleraba ningún tipo de alimento. La gente aseguraba que el niño no se le aguantaría, supe también que había tenido dos abortos este mismo año, entonces me preocupé por esa matriz debilitada. Me mandaron a llamar y tuve que acudir por la amistad que me ata a su prima Priscila.
A la barloventeña, la había conocido de pasada solamente, no sabía que estaba en cinta; demacrada y débil la joven muchacha, un signo de muerte se reflejaba en su cara. Abuelita, mi presentimiento no fue el mejor.
Los mandé a salir a todos del cuarto. Una señora gorda de apariencia senil, se devolvió y me susurró al oído, con acento trinitario y un tanto misterioso: “tiener un sapo en la barrriga” y salió.
La vieja gorda tenía el signo de la muerte en la frente, el aúrea de un perenne color grisáceo, pesada como su cuerpo, la percibí malvada, sentí su fuerza superior a la mía; entonces me aferré a tu recuerdo y me sobrepuse.
Un pensamiento me sacudió el cuerpo. Salvaré a esta pobre muchacha -me dije- luego me encargaría de la malvada vieja.
Abrí persignándome, recité la epístola de Santiago:
“Para sacarle los demonios unjo con el sagrado aceite de oliva a este cuerpo enfermo para curarlo.” Y cerré marcando la señal de la cruz sobre su espalda.
Luego un Padrenuestro, me encomendé a la santísima Trinidad y comencé a santiguarla con unas ramitas de fregosa recién cortadas en el camino, finalizaron totalmente enchamuscadas. Todo con la secuencia que me enseñaste; cerré nuevamente con la señal de la cruz sobre su pecho con la reliquia de la virgencita del Carmen que me dejaste en el baúl poco antes de tu poética despedida.
La muchacha fue quedándose medio dormida y la recosté suavemente en su cama, me coloqué a su lado y empecé a tocarle la barriga a ver qué encontraba, que percibía , las manos se me fueron poniendo tibias luego como quemándose.
A aquella muchacha la estaban matando lentamente, pero su cría estaba viva, era un varoncito. Me propuse salvarlo orgullosamente, ¡como que era la nieta de Carmen Isidra León!, la partera que trajo a tantos hijos de Marigüitar a este mundo de posibilidades hermosas.
Mandé a preparar la cataplasma en la cocina: una tortilla de pescado, pepinos, legumbres y hortalizas en un pañal de tela lo majé, plegué y se lo coloqué en la barriga, ordené que lo dejaran media hora cada vez y que lo repitieran en cada comida.
Todo marchó bien y en el momento del alumbramiento, me mandaron a llamar para asistir el parto, allí presencié orgullosa como el niño venía al mundo grande y sano, pesó cinco kilos.
Me obsequiaron flores y muchos regalos, al poco tiempo me llevaron al bebé para que lo bautizara, yo acepté orgullosa, satisfecha. Nadie me supo dar explicación de aquella misteriosa señora que habló con acento trinitario. Gracias, abuela Isidra por ayudarme a salvar a tanta gente, porque sé que tienes más de india que de española, siempre supiste cómo ayudar a los demás, con la magia de esas buenas personas, con tus remedios y ensalmos y con esas cataplasmas que son infalibles.
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