El Capitán Novato y sus piratas, en el asalto al mercante francés - Fuente de la imagen
Un rojo atardecer imponía su peso, segundo a segundo, en aquel bravío mar de gritos broncos y continuas demostraciones de destreza con espada en mano. «¡Al abordaje…!», se oía clamar entre risas, una y otra vez, al temido Capitán Novato. Lo habían vuelto a conseguir, interceptaron un barco francés de mercancías esa tarde, estaba custodiado por la mismísima guardia real del rey quienes, aunque venían preparados y sabían bien lo que les esperaba, poco pudieron hacer ante el ataque de aquellos temidos piratas.
Nada más y nada menos que cuatro días, con sus cuatro noches, habían pasado desde que el flamante Capitán Novato había reunido a su feroz tropa en el enésimo puerto de la enésima ciudad. No había necesitado más tiempo que ese, cuatro días (con sus cuatro noches), para ser conocido por todos en todas partes. En absolutamente todos los lugares de aquel colorido mundo... Pero bueno, el caso es que el capitán se hallaba en lo alto del bauprés de aquel navío francés clamando su victoria con los brazos abiertos. Su barba negra rizada y su pata de palo, triunfantes como nunca, acompañaban el vaivén de su sable roído intacto, que tiempo atrás le había regalado su querido abuelo, el gran pirata Timo, uno de los contramaestres piratas más recordados.
Sólo cuatro días y ya habían conquistado los océanos, «somos imparables», pensó Hugo. Era un joven pirata que se había unido a Novato en el penúltimo puerto que visitó. Ahora formaba parte de la tripulación, de “sus piratas”, como se les oía llamar, entre temblores, en las tabernas de ciudad. Lo había conseguido, ¡era pirata!, y ahora nada podría pararlo…
- Hugo, ¡vamos!, baja a los camarotes y sube uno de esos barriles de vino… -gritó el capitán. Hugo no se lo podía creer, iba a probar el vino por fin con sólo siete años. Abrió la escotilla que bajaba a los almacenes y, paso a paso, escalón a escalón, fue como si en cada impulso aquellas risas se oyeran cada vez más y más lejanas.
Hugo se paró un momento, se concentró, intentó escuchar… abrió, con lentitud, su ojo derecho primero. Luego el izquierdo. Los frotó, junto con un inmenso bostezo, fuertemente y se incorporó. «¡Oh, vaya!», se había vuelto a despertar. Además justo ahora que estaba a punto de entablar tan amistosa conversación bebiendo del mismo barril que el capitán.
La mayoría de sus amigos, en la escuela, soñaban ser futbolistas, casi todos, algunos también se soñaban cantantes o actores, actrices de éxito. Todos soñaban esa fama, ese éxito o, al menos, ese tipo de éxito. Pero Hugo no. Lo que Hugo quería era ser pirata pero, no os equivoquéis, Hugo no era estúpido. Sabía de sobra que los piratas hoy en día no existían, no “esa” clase de piratas. Él soñaba ser libre, soñaba decidir, hacer lo que quisiera, cuando quisiera y como lo quisiera. Sin cadenas. Y lo cierto es que a soñar nadie podía decirle que no.
Felices sueños pues, Hugo.