El circo de Mister Mogeels
Las solapas doradas de su chaqueta recién cepillada relucían como el primer día, aunque había visto miles de funciones. Se dice del sastre que la cosió que sus prendas nunca se deterioran, pues el hilo es de seda de luna. De hombreras puntiagudas, quedaba perfectamente ceñida al torso de Mister Mogeels. Una espléndida pajarita de estrellas forjadas en polvo de luciérnagas del reino antiguo adornaba su cuello, arrugado ya por el paso de los años. Muchos años, todos ellos dedicados a resaltar la sonrisa de cualesquiera que fueran las gentes que afortunada y fortuitamente tenían la gran suerte de cruzarse en el camino del circo, de su circo.
Su vestuario para el espectáculo era mágico, como no podía ser de otro modo en un maestro de ceremonias también mágico, que además, dirigía un circo mágico. Nadie sabía dónde encontrarlo. Se decía que allí donde fuera necesario, éste aparecería.
Una función más, una nueva noche. El anciano charlatán soltó el lápiz de ojos negro en la repisa de su tocador. El parpadear de una bombilla mal enroscada le hizo sonreír. Lo mundano era tan necesario como lo mágico y esa luz se lo recordaba en su intermitencia antes de apagarse para siempre. Sus ojos brillaban como la primera vez, volteó sobre sus zapatos de punta también dorada y fue directo a la pista de arena.
La grada estaba repleta. Los niños y las niñas reían descontrolados y los hombres y mujeres aplaudían sonrientes. Mister Mogeels posó su cuerpo en el centro más absoluto, casi flotaba. Su presencia desprendía una alegre serenidad a todos los asistentes, quienes fueron quedando en silencio en segundos, envueltos por una emocionante expectación.
El maestro, con los brazos abiertos hasta lo imposible y con la ilusión intacta, pronunció con una voz infinita sus palabras favoritas…
- ¡Qué comience el circo!