Habia una vez un apartamento (parte 1)

Desde que me mude a la residencia supe de inmediato que algo estaba mal. No era que el comedor, la sala con el balcón hacia la piscina, ni los dos cuartos tuvieran nada extraño, sin embargo, algo allí me inquietaba, un presentimiento. Una intuición supersticiosa que descarte por considerarla fantástica. Aun así, los primeros días no podía quitarme la idea de la cabeza hasta que me propuse comenzar este diario y di con la palabra precisa; terror. Lo que sentí al entrar en el apartamento ya lo había sentido antes. Cuando era pequeño papá y yo solíamos incursionar en el atracadero cercano. Allí pasábamos todo el día, el tomando cerveza y yo sosteniendo la caña de pescar. Regresábamos a pie por el sendero, conversando. Un día, en cambio, al volver nos encontramos con el cielo oculto tras grandes nubes y un viento fuerte sacudiendo los arboles de una manera violenta que yo nunca antes había visto. La tierra era lanzada en remolinos cuando mi papá sosteniéndose el sombrero marrón con la mano dijo que debíamos apurarnos y salir de allí. Yo me quede en el sitio, sintiendo la brisa fría y el cielo cruzarse de relámpagos azules, como en una inmensa telaraña. Al volverme mi padre había desaparecido, estaba solo. En vez de preocuparme al encontrarme abandonado al inicio de una tormenta, sentí temor de lo que pudiera pasar si le daba la espalda al cielo y al viento. Esté cesó de repente, sumiendo el lugar en un silencio sobrecogedor. En ese momento sentí lo mismo que la primera vez que pise la residencia. La tranquilidad antes de la desgracia es algo azaroso, incierto.

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A pesar de todo olvide el asunto por considerarlo excéntrico. Quizás un residuo de la enfermedad. Después de todo por eso mismo había decidido tomarme unas vacaciones. A la tarde siguiente me había quedado dormido en el mueble de la sala cuando llamaron al timbre. Al levantarme para abrir sentí como la cabeza me estallaba en una jaqueca terrible. Cerré la persiana por donde entraba el sol y abrí la puerta. En el umbral había un hombre alto de coleta y cara alargada y un niño flaco con short azules.

—Mucho gusto. Sus vecinos— dijo el hombre alto mientras alargaba una mano de nudillos blancos—Yo soy Carlos y él es mi hijo, Miguel. Queríamos saludar ya que no solemos tener nuevos inquilinos, ya sabe con todos los problemas que sufre el país, se está volviendo un poco complicado que las personas vengan. Pero le aseguro que sabemos cómo tratarlas. ¿Verdad Miguelín?

El niño levantó la cabeza hacia mí y sonrió.

—Claro, ya me lo imagino. Yo soy Luis. Me quedaré unos meses de vacaciones, soy escritor y… —Me lleve una mano a la frente cuando un relámpago amarillo de dolor la cruzó. Oía voces lejanas y el suelo trastabilló un poco, me recosté a la pared y vi dos figuras inmóviles frente a mí, en silencio. Por fin una se acercó—Lo siento… ¿Que me decía? Creo que me dormí frente al sol y la cabeza me está matando.

—… si se encuentra bien ¿Se ha tomado algo, quieres que llame un doctor? Tienes que cuidarte men, si no como vas a disfrutar tu vacación. Miguel ve a traer unas pastillas al escritor… loquillo.

Al terminar de pronunciar la última frase mire a Carlos. Su voz había tenido una alteración repentina, como si otra voz, está más aguda, se hubiera abierto paso. Carlos me devolvió la mirada y aunque intenté encontrar algo en ella, debido al dolor de cabeza, solo veía gotas negras manchándolo todo. Me ayudo a recostarme y asirme al marco de la puerta mientras su hijo, escaleras arriba, iba en busca de la medicina. Pasaron veinte minutos de Carlos ir y venir meciéndose la barba poblada entre los dedos y yo aguantando los embates del dolor, hasta que volvió Miguel con una cajetilla rosada. La manchas había ganado terreno y ahora mi vista solo era un circulo lejano por el que los veía conferencia hasta que Carlos se acercó y me habló.

—Bueno aquí esta, tome—Volvió a mí su ojos oscuros y ofreció en la palma de la mano una tableta negra.
—Primera vez que veo una de este color—balbucee
—Tómesela, le hará bien. Ya le dije que aquí tratamos muy bien a los inquilinos.
—Así es papaíto. Siempre.

Me lleve la pastilla a los labios y la trague. Carlos se despidió junto a su hijo cuando entraba en el apartamento y luego me desmaye. Al levantarme y dirigirme al balcón la luna se reflejaba en el agua clara de la piscina. Allí comenzaron las alucinaciones.

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