El eco de unos desgarradores gritos reverberaba en su magullada cabeza mientras se reponía del inesperado sueño; comenzaba a recordar ahora cómo su padre le golpeó por la espalda, dejándolo inconsciente, cuando se disponía a combatir junto al resto de los hombres del pueblo, a los cinco Lobos Espinados que habían aparecido de la nada atacando su aldea. Deseó con todas sus ganas que hubiera sido solo una pesadilla; se incorporó con esfuerzo, se sacudió de encima toda la paja que lo sepultaba y se dirigió tambaleante a la puerta del granero; el olor a sangre y muerte junto a la desolación que vio por doquier le dejaron sin aliento, confirmando sus peores presentimientos.
De pequeño había oído leyendas sobre el Espíritu del Bosque y mientras las repetía y repasaba todas una y otra vez para sus adentros, tiraba con vehemencia de la pequeña carreta que transportaba a su difunto padre. Recorrió un buen trecho a empujones y empapado, tanto en sudor como en lágrimas, hasta que por fin dio con la entrada al frondoso y oscuro bosque, internándose en él sin dubitación a la búsqueda del misterioso espíritu que podría devolverle la vida a su amado padre.
La carreta rodaba lenta mientras Haerij caminaba con precaución, atento a todo ese sinfín de sonidos que parecían conspirar contra él y su forzada calma, en el interior del bosque.
Tras horas caminando y con la seguridad en sí mismo algo afianzada, comenzó a vocear.
―¡Espíritu del bosque! ¡Te necesito! ¡Ven a mí! ‒gritaba una y otra vez.
Una pícara risa comenzó a sonar detrás de un alto seto.
―¿Quién anda ahí? ‒dijo titubeante Haerij.
Tras un impresionante salto con pirueta, un ser bajito del mismo color que el aceitunado seto, se plantó en medio de la trayectoria que seguía la carreta.
―Por el espíritu del bosque preguntaste y aquí justo me hallaste ‒mintió con voz estridente el Hechicero Goblin.
―Cuentan que eres capaz de resucitar a los que poseían buen corazón en vida con la energía mágica del bosque ‒dijo esperanzado.
―Así es, joven humano… ‒dijo entre agudas risas apenas contenibles‒, pero necesitaré de un objeto valioso con el que poder cursar la magia.
Haerij se arrancó el medallón de plata sin pensárselo dos veces y se lo tendió al goblin con las manos manchadas de sangre reseca.
El brillo de la plata refulgió en la pupila del narigudo hechicero verde y, acto seguido, desapareció sin dejar el menor rastro.
La incertidumbre dejó paso al asombro cuando, a los pocos minutos de desaparecer el pequeño ser, comenzaron a llegar adonde estaba Haerij, innumerables pequeños animales e insectos, rodeándolo y subiéndose por su cuerpo.
Sintió que comenzaba a marearse porque todo a su alrededor daba vueltas a velocidades cada vez más frenéticas: los árboles parecían caer y fundirse con el movedizo suelo que giraba y giraba; comenzó a gritar, pero no de miedo sino de dolor, cuando comenzó a sentir cómo él mismo se fundía y se mezclaba con el barro del suelo, con los fragmentos de árboles caídos, con la materia también de los propios animales e insectos que lo habían rodeado y con el cuerpo de su difunto padre.
Oculto en su escondrijo mágico, el Hechicero Goblin contemplaba con regocijo cómo un amasijo imponente de materias orgánicas e inorgánicas iban conformando al coloso de carne que adquiría ya proporciones monumentales.
Los gritos cesaron y lo que antaño fue Haerij era ahora en parte él mismo, en parte su padre y en parte el propio bosque.
―El corazón de tu padre late ya dentro de ti, al igual que la magia del bosque, Gólem de Carne; desde ahora pertenecéis al bosque y os vengaréis de lo que os hicieron los Lobos Espinados luchando a nuestro lado contra los Muertos ‒ordenó el menudo hechicero.
El bestial grito que profirió el Gólem de Carne, que pareció durar una eternidad, espantó en bandada tanto a pájaros como al resto de animales que lo escucharon, en unos cuantos quilómetros a la redonda.
Aquel día no hubo rastro del legendario Espíritu del Bosque.
