
Fuente
Hacía más de cinco años desde la última vez que la vio. Víctor cambió su país de residencia, pero nada había cambiado en él. Cada vez que se miraba en un espejo, el reflejo le arrojaba una mirada mortecina y esto le inquietaba, a pesar de sentir la muerte dentro de sí. Se reprochaba haberle dirigido la última mirada a Claudia con esos ojos.
Ahora su reflejo, avivado por los pececillos del río, se le antojaba agradable, animado. Capaz de escalar montañas.
Montañas. Río… Laguna. Cenizas.
Claudia…, susurró Víctor, mirando alrededor, con miedo de haber sido escuchado. Pero la calle estaba desierta. Ni un pájaro en el cielo, ni algún pequeño despreocupado jugando a la pelota. Nadie que pudiese escucharlo. Tal vez mi aura mortecina aleja a todo ser viviente, pensó. Sus ojos volvieron al río y miró nuevamente a los pececillos que habitaban en él.
-Tal vez no a todo ser viviente…
Pero un ser viviente se había alejado de él, muy a su pesar, y no solía recordarle con frecuencia por temor a que el dolor se adueñara de él: Claudia.
-¿Cómo dices? – Preguntó Claudia, trémula.
-Nada que no se pueda arreglar si me doy prisa – Respondió él, con seriedad.
Ahora volvía ese vacío. Con mucha más fuerza que nunca, junto a una sensación de arrepentimiento, de haberse equivocado, pero no sobre la conexión que tenía con ella. De equivocarse alejándola de sí.
Se vio a sí mismo en el reflejo del río forzando una sonrisa. Entonces, le susurró a los pececillos:
-No había opción, amiguitos. Debía alejarla de lo que no comprendería.