Tres cuentos para jóvenes -- Mi pequeña editorial (Capítulo 2)

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Tres cuentos para jóvenes

CAPÍTULO 2

El villano sin autor


Clavius Vins vivía en la Ciudad de las Máquinas y era dueño de la mayor fábrica de juguetes que nunca nadie hubiera visto. Siempre estaba acompañado de la señorita Daimons y de Robobot, sus leales secuaces… uuuh, perdón, ¿dije secuaces?, eeeeh… quise decir asesores. Sí, eso, asesores. Clavius y sus dos asesores se levantaban temprano cada mañana, sin descanso, para regentar y hacer posible la fabricación, distribución y funcionamiento de su tan flamante dedicación: hacían llegar juguetes a cada rincón del país, a cada niño; y nunca un lugar fue tan feliz y sonriente como aquel.

Pero Clavius no era del todo feliz. A pesar de llevar la felicidad a todos y cada uno de los niños de aquella ciudad y aquel país, sobre Clavius caía un tremendo pesar que le atormentaba. Cuantos más juguetes repartía, más atormentado se sentía; cuantos más niños eran felices gracias a él, más desdicha invadía su alma; que crecía la demanda y tenía que contratar nuevos trabajadores, haciendo feliz a nuevas familias, más y más oscuro se volvía su corazón. Y es que para Clavius Vins y sus dos… a-se-so-res… todo eso, todo lo que hacían y lo que conseguían, era justo lo contrario de lo que en realidad querían.

La Ciudad de las Máquinas no siempre fue un lugar como lo es ahora. Hace cincuenta años, cuando todavía Clavius era sólo un niño, la ciudad no se llamaba así, si no que su nombre era Ciudad de los Campos; y en lugar de tener un cielo lleno de humo gris y negro procedente de las innumerables fábricas que ahora inundaban la ciudad, un azul celeste y acogedor iluminaba los valles y ríos y bosques y pájaros que ahora sólo brillan por su ausencia, y cada vez más, en todo el país. Un lugar antes lleno de naturaleza, paradisíaco, se había transformado en otro lleno de humo y bullicio, sombrío. Paso a paso y sin que la gente se diera cuenta el stress se apoderaba de todo y todo, sin lugar a dudas, gracias a Clavius Vins y sus dos… sí, por qué no admitirlo: Secuaces.

Clavius siempre quiso ser un gran villano de cuento, el más malo entre los malos, y la señorita Daimons y Robobot siempre estuvieron ahí para ayudarlo. Aunque siempre tuvo una gran pega, un dato, un hecho, que le impedía ser un villano en condiciones. Y es que nunca tuvo un héroe que le plantara cara. Alguien para combatir su malvado plan oscurecedor. Ni tenía héroe, ni tenía autor que contara sus peripecias. Y, bueno, al autor ya lo ha encontrado. Al héroe, está por ver.

 Clavius Vins y sus dos asesores, la señorita Daimons y Robobot - Fuente de la imagen


El sueño de Hugo


Un rojo atardecer imponía su peso, segundo a segundo, en aquel bravío mar de gritos broncos y continuas demostraciones de destreza con espada en mano. «¡Al abordaje…!», se oía clamar entre risas, una y otra vez, al temido Capitán Novato. Lo habían vuelto a conseguir, interceptaron un barco francés de mercancías esa tarde, estaba custodiado por la mismísima guardia real del rey quienes, aunque venían preparados y sabían bien lo que les esperaba, poco pudieron hacer ante el ataque de aquellos temidos piratas.

Nada más y nada menos que cuatro días, con sus cuatro noches, habían pasado desde que el flamante Capitán Novato había reunido a su feroz tropa en el enésimo puerto de la enésima ciudad. No había necesitado más tiempo que ese, cuatro días (con sus cuatro noches), para ser conocido por todos en todas partes. En absolutamente todos los lugares de aquel colorido mundo... Pero bueno, el caso es que el capitán se hallaba en lo alto del bauprés de aquel navío francés clamando su victoria con los brazos abiertos. Su barba negra rizada y su pata de palo, triunfantes como nunca, acompañaban el vaivén de su sable roído intacto, que tiempo atrás le había regalado su querido abuelo, el gran pirata Timo, uno de los contramaestres piratas más recordados.

Sólo cuatro días y ya habían conquistado los océanos, «somos imparables», pensó Hugo. Era un joven pirata que se había unido a Novato en el penúltimo puerto que visitó. Ahora formaba parte de la tripulación, de “sus piratas”, como se les oía llamar, entre temblores, en las tabernas de ciudad. Lo había conseguido, ¡era pirata!, y ahora nada podría pararlo…

  - Hugo, ¡vamos!, baja a los camarotes y sube uno de esos barriles de vino… -gritó el capitán. Hugo no se lo podía creer, iba a probar el vino por fin con sólo siete años. Abrió la escotilla que bajaba a los almacenes y, paso a paso, escalón a escalón, fue como si en cada impulso aquellas risas se oyeran cada vez más y más lejanas.

Hugo se paró un momento, se concentró, intentó escuchar… abrió, con lentitud, su ojo derecho primero. Luego el izquierdo. Los frotó, junto con un inmenso bostezo, fuertemente y se incorporó. «¡Oh, vaya!», se había vuelto a despertar. Además justo ahora que estaba a punto de entablar tan amistosa conversación bebiendo del mismo barril que el capitán.

La mayoría de sus amigos, en la escuela, soñaban ser futbolistas, casi todos, algunos también se soñaban cantantes o actores, actrices de éxito. Todos soñaban esa fama, ese éxito o, al menos, ese tipo de éxito. Pero Hugo no. Lo que Hugo quería era ser pirata pero, no os equivoquéis, Hugo no era estúpido. Sabía de sobra que los piratas hoy en día no existían, no “esa” clase de piratas. Él soñaba ser libre, soñaba decidir, hacer lo que quisiera, cuando quisiera y como lo quisiera. Sin cadenas. Y lo cierto es que a soñar nadie podía decirle que no.

Felices sueños pues, Hugo.

El Capitán Novato y sus piratas, en el asalto al mercante francés - Fuente de la imagen


La familia Miau, ¡comienza el verano!


El “rum rum” del coche de Papá Miau encantaba al pequeño Ricardo Miau. Sobre todo tal día como hoy, pues este trayecto a la playa marcaba el principio del verano.

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Por fin acabaron los turnos escolares, llevaba imaginando este día junto a sus hermanos (Tiara, Candela y Brando Miau) toda la primavera.

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Una vez llegaron a la playa, todos se repartieron en risas y juegos. Hasta las sirenas se acercaron a saludarlos.

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A Mamá Miau le pirra sentarse a observar el mar y oír el rumiar de las olas. Tranquilamente se da crema para no quemarse con el caluroso sol.

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Papá Miau se fue un rato a pescar, no tardó en volver con un cubo cargado de sardinas. Pronto se la hora del almuerzo.

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Ricardo y Brando juegan cerca de la orilla. El uno entierra al otro bajo un cuerpo musculoso de arena, pesa tanto que Ricardo casi no puede mover el rabo.

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Candela revolotea alrededor de papá. Es tan remolona que cuando la fotógrafa le pide que salude, se muere de vergüenza y no duda en esconderse.

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Tiara saluda a lo lejos, con su bikini de rayas y sus gafas negras. Pronto correrá tras sus hermanos, pues receló una bromista trastada.

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Pasa la tarde de verano. Un grandote crucero surca bravo el horizonte con alegría… y la familia Miau e sin cesar hasta volver al hogar

Autoría de la imagen: @adncabrera



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